En el umbral de las fiestas decembrinas y, con ello, el aletargamiento con tantos embates publicitarios de que la “navidad” y la felicidad se conciben en proporción de cuánto gastas: cena, alcohol, regalos, viajes y otros satisfactores indispensables para esta sociedad del consumo.
La felicidad que se vende a través de aparadores y anuncios espectaculares, medios electrónicos o redes sociales —el espíritu de papa Noel— no corresponde en ningún momento a lo impulsado desde Belém, lo contradice.
Tampoco puedo aspirar a revertir la felicidad impulsada por la doctrina del capital colocando por encima el espíritu del “Pobre de Nazaret”, del “Pobre entre los pobres”; sería una odisea, pero sí emitir una reflexión para observar lo que, evidente a nuestros ojos, queda opacado por los destellos luminosos propios de la época, de las luces multicolores: la miseria humana.
Porque es, en estas fechas, cuando se nota la indiferencia ante el otro. Nos importa poco lo que sucede a nuestro alrededor ya que estamos concentrados, ensimismados, por el vademécum comercializado de la felicidad que se compra y se adquiere sin descuento o a meses sin intereses.
Es la futilidad de la felicidad que se compra a crédito o la necedad por ahogarse en alcohol como si no fuera suficiente haberse puesto beodo en el transcurso del año, como si la felicidad dependiera de cuán embriagados estemos.
El mensaje desde el pesebre nos presenta la realidad del desposeído, de los que viven en la periferia del confort, de los olvidados, de los que no tienen cabida en la sociedad del consumo, de los sin voz, de los que sufren, de los que no colaboran en el desarrollo del PIB, de los que constituyen una carga fiscal, de los que no tienen nombre, de los que no cuentan, de los desarraigados, de los desplazados, de los sometidos, de los que viven al día, los del salario mínimo, del migrante, de los desaparecidos, de los perseguidos, de los ajusticiados, de las víctimas de la guerra, de los explotados, de los vulnerables, de los desprotegidos, de los torturados, de los presos de conciencia, de los luchadores sociales, de los oprimidos, de los exiliados.
Es el mensaje del dolor, del horror.
Es el mensaje de un Dios que comparte la realidad que todos quieren pasar por alto, esconder, disfrazar, maquillar.
Es el mensaje que cuestiona cada anuncio publicitario impulsado desde el palacio idílico, desde el capital.
Es un mensaje de solidaridad.
Ignoro si José gozaba de un historial crediticio, o que tuviera una chequera, o que pudiera hacer efectivo un pagaré, o si pudiera hacer transferencias electrónicas desde su dispositivo móvil.
Lo cierto es que el viaje hacia Belém presenta la disposición de probar la resistencia ante el infortunio, y de la docilidad del ser humano de adaptarse a la situación porque no creo que el esposo haya aceptado sin un toque de rebeldía el llevar a María a un pesebre, “porque no encontraron espacio en el mesón” o si la madre de Dios no hubiera cuestionado la última solución aceptada por su pareja.
He aquí el asunto crucial de un Dios que se hace hombre para que el hombre encuentre el camino hacia Dios: la fidelidad a las promesas divinas.
Es el mensaje del pobre, para el pobre, desde la pobreza del pesebre, porque los primeros convocados por el Dios hecho hombre no fueron los poderosos, ni los más fuertes, ni los grandes capitales: fueron unos pastores, que pernoctaban en el campo, quienes maravillados por el mensaje celestial corren para verificar la gran noticia.
“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Una paz que no se vende ni se pacta ni se adquiere a crédito.
Considero conveniente presentar un fragmento de la canción de Silvio Rodríguez: canción de navidad.
El fin de año huele a compras,
enhorabuenas y postales
con votos de renovación;
y yo que sé del otro mundo
que pide vida en los portales,
me doy a hacer una canción.
La gente luce estar de acuerdo,
maravillosamente todo
parece afín al celebrar.
Unos festejan sus millones,
otros, la camisita limpia
y hay quien no sabe qué es brindar.
Concluyo con la frase de la semana: vete a la TAPO —Terminal de autobuses de pasajeros Oriente, con salidas hacia el sur, sureste de la República—, expresada por la secretaria de Energía —Rocío Nahle, ante la queja de un usuario de la terminal aérea de la CDMX.
En lo particular, en la mayoría de mis vuelos a la Ciudad de México, no he tenido ningún contratiempo fuera de los tiempos estipulados por las aerolíneas. O quizá mi tiempo no tiene el mismo costo del osado pasajero que le grita al presidente: ¡Texcoco! ¡Texcoco! Razón que orilla a Nahle a decirle: Estamos haciendo Santa Lucía, mi chavo. Y si no, pues vete a la TAPO.
¡Qué la pasen bien, en estas fiestas decembrina! Augurándoles un sinnúmero de parabienes. Agradecido con Dios por tantas bendiciones.
Es mi deseo navideño que seamos solidarios ante los desvalidos y desprotegidos, de los que no tienen voz. ¡Muchas felicidades!