Cambio necesario
El asalto al Capitolio por los seguidores radicalizados del presidente Donald Trump el pasado miércoles 6 de enero, encendió todas las alarmas sobre el futuro del sistema político norteamericano. Ese día se conjugaron los peores augurios para la democracia norteamericana.
Efectivamente, el sistema político de nuestros vecinos fue visto durante más de dos siglos como el ejemplo de lo que era una democracia consolidada y que amalgamaba todas las virtudes de un sistema con una real división de poderes que funcionaban para generar un equilibrio que evitaba la preeminencia del Ejecutivo sobre los poderes Legislativo y Judicial. Además, se trataba de un federalismo histórico, que permitía y garantizaba la autonomía de las entidades. Un sistema
político ideal.
La presidencia de Donald Trump ha venido a sacudir los cimientos de la vetusta democracia norteamericana. Tal como sucedió en el año 2000, en 2016, Trump llegó al poder sin la mayoría de los votos directos. En aquella ocasión, la candidata demócrata Hillary Clinton obtuvo el voto popular, pero en virtud del sistema indirecto de votación, fue Trump quien se alzó con la victoria. Lo mismo había sucedido en el año 2000 cuando Al Gore, candidato demócrata, obtuvo más votos directos que George W. Bush.
El sistema electoral norteamericano fue aprobado por la Convención Constitucional de 1787 en la que se determinó que el ganador de la elección presidencial se definiría a través de un Colegio Electoral. Se trata de un sistema de elección indirecto. Uno de los principios democráticos por excelencia es el de una persona un voto. Y con esa mínima diferencia se puede definir una elección. No es el caso del sistema norteamericano. Desde su fundación como República decidieron que fuera un Colegio Electoral formado por 538 personas quienes tuvieran en sus manos la decisión del triunfo de uno de los candidatos presidenciales. Por eso el número mágico para ganar una elección es de 270 votos del colegio. Cada estado, dependiendo de su tamaño, tiene un número determinado de votos. Pero quien gana un estado, así sea por la mínima diferencia, se lleva todos los votos electorales de la entidad.
A todas luces, el sistema indirecto de votación es obsoleto y atenta contra la voluntad popular. La lucha por el triunfo en cada estado de la Unión Americana se torna cruenta; más en aquellas entidades que no tienen definido el voto. A estos estados les llaman “péndulo” o “bisagra”. Ahí concentran sus baterias los candidatos; la lucha se vuelve local. Y sobre todo, porque a diferencia de lo que sucede en países como México, no existe un sistema nacional electoral que organice el proceso electoral federal. A cada entidad le corresponde organizar y calificar las elecciones presidenciales. Esto hace que varíen los criterios de calificación y la forma de solventar las irregularidades que se presentan en todo proceso electoral; y hasta los tiempos para contabilizar los votos que son enviados a través del correo de manera adelantada.
Escribo estas notas a una semana de la toma de posesión de Joe Biden. Pero todavía suenan los tambores de guerra de los partidarios de Donald Trump. Existe el temor de actos violentos en diferentes ciudades de Estados Unidos. También, hay ligeras posibilidades de que se aplique un segundo juicio político al presidente Trump (impeachment) para destituirlo antes de que entregue el cargo. Lo cierto es que la crisis sucesoria ha mostrado no sólo la fragilidad de la democracia norteamericana, sino la obsolescencia de un sistema electoral indirecto y obliga a la revisión del diseño institucional presidencialista.
Con el caudal de votos que había recibido Donald Trump en la elección presidencial, aproximadamente 73 millones contra 78 millones de Biden, se perfilaba como el candidato republicano en la próxima elección de 2024. Efectivamente, la Constitución de Estados Unidos permite volver a presentarse como candidato si no ha sido reelegido para un segundo periodo. Sin embargo, de prosperar la destitución, quedaría impedido para buscar la candidatura. Pero también, en los hechos, sus posiciones denunciando fraude electoral que incitaron el asalto al Capitolio, serían cuestionamientos muy serios a sus deseos de volverse a postular en cuatro años. Los mismos republicanos se encuentran divididos ante sus posturas radicales.
El sistema político norteamericano deberá revisarse a fondo. Es la hora del cambio.