El cachorro de la revolución iniciaba campaña rumbo a la gubernatura del estado de Veracruz. El evento se realizó, de manera emblemática, en el municipio donde el abuelo —el general Miguel Alemán González— había combatido al gobierno de Porfirio Díaz. Cubría la gira de campaña cumpliendo una orden de trabajo encomendado por mi director de noticias y me encontraba en el segundo círculo de seguridad del candidato.
La mayoría de las personas quería acercarse al ungido —por la cúpula príista— que llevaría las riendas del pueblo veracruzano: las peticiones eran diversas, variopintas, de naturaleza impensable: una diputación local plurinominal, padrino de generación, material de construcción, un hospital, etc.
El hecho de que la gente se agolpara, entorno al candidato, escapaba a mi control. Es por ello que nunca lo vi venir…
El golpe: los guaruras que se encontraban atrás de mí impidieron que el estacazo me derribara. El codo y el puño buscaron la parte más blanda de mi abdomen. Ni siquiera pude expeler una maldición; los esfuerzos por alcanzar al recién investido candidato para una posible entrevista se esfumaron ante la actitud ruin y ventajosa del cuerpo de seguridad que lo acompañaba.
Solté un suspiro mientras intentaba recuperar el aire que había abandonado mis pulmones: extrañaba el trato afable, cordial y bienintencionado de Patricio Chirinos, sus guardaespaldas —al menos—, sabían guardar las formas, te llevaban aparte, ahí —donde ni siquiera Dios se atrevía a observar—.
Refiero lo anterior en vista a los cambios de protocolo en torno a la desacralizada figura presidencial. El presidente de la Nación viaja de manera sencilla, en clase turista, —no creo que su equipo busque las tarifas más bajas— pero sí —el Presidente López Obrador— ha dejado la fastuosidad y la ostentación de los mandatarios anteriores que liberaban las pistas de aterrizaje, autopistas, carreteras o brechas —cual santo en andas— o como en cualquier otro acto litúrgico solemne.
El público estaba acostumbrado a los empellones, al ajetreo, a los codazos, a la ciudad sitiada por elementos del Estado Mayor Presidencial —EMP—, policía militar, elementos del CISEN infiltrados y camuflados y encubiertos en cada esquina de las calles aledañas al lugar que visitara el primer mandatario.
Hoy tenemos a un presidente de la República que hace fila, pasa los filtros de seguridad, no usa las aeronaves oficiales, viaja por tierra —o en avión— en clase turista; come en los lugares acostumbrado por la clase obrera o pobre, —en fondas o restaurantes populares—; acciones y actitudes que contrastan con las que caracterizaron a sus antecesores: cerrando al público cuanto establecimiento visitara el mandatario de marras, con acciones casi gansteriles, propias de un dictadorzuelo.
Quizá la ciudadanía aún padece el síndrome de Estocolmo, lo añora, lo exige, lo desea y lo rememora. Y es por ello que, viajando en una línea comercial el presidente de la República, un ciudadano decide “por seguridad de él y de su familia”, abandonar el avión para no viajar con el mandatario.
Extrañó, —ese ciudadano— ávido de ese deseo que no se puede frenar, ver en la figura presidencial la ostentación, el alarde, el derroche, la pompa y el lujo; porque eso sí, aún Andrés Manuel López Obrador, no se le ha visto viajar en clase Premier.
En otro asunto, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México ha enfrentado en los últimos días dos situaciones que se antojan preocupantes: la fuga de reos del Reclusorio Sur y el Coronavirus.
En la primera de estas situaciones, se antoja inverosímil que se haya presentado la fuga sin que haya complicidad y corrupción de por medio. Era más fácil escaparse de Alcatraz que del Reclusorio Sur. En ningún reclusorio del territorio nacional se puede introducir o sacar, —sin el visto bueno del alcaide—, incluso un alfiler.
Las autoridades capitalinas no pueden ni deben reducir la acción de fuga de reos al castigo de los custodios sino —se antojaría una acción increíble, casi pueril— una revisión y revaloración del sistema penitenciario mexicano o de lo contrario, la serie Capadocia, es superada por la realidad.
«—Disculpe, ¿va a Reclusorio Sur?
«—Súbase.
Ahí la conocí, en el camión de la extinta Ruta 100, iba a ver a su hermano… Sus ojos reflejaban la miseria que llevaba encima, la mirada extraviada y un futuro incierto.
Le cedí el asiento para que el peso de su pena se hiciera soportable.