Por: Benjamín M. Ramírez
«— “Mexicanas, mexicanos […]”
Y el público estalló en vítores, atolondrados, precipitados, extasiados, aturdidos, deslumbrados…
El pueblo adoró a su mesías. Lo consagró, le infundió un espíritu sagrado, lo elevó a rango de un dios.
La lluvia caía, incesante, precipitada, agobiante. Hombres, mujeres, personas de la tercera edad, niños en brazos y jóvenes, cayeron bajo el embrujo del hombre de Macuspana.
Hechizados, entonaban ovaciones, alabanzas, cantigas.
«— “Es un honor estar con Obrador” […]
«— “Es un honor estar con Obrador” […]
«— “Es un honor estar con Obrador” […]
El agua, bañaba a un público apretujado, unos con otros, unos contra otros, en un abrazo multitudinario, para presenciar el milagro del hombre que demostró, a propios y extraños, que se puede llegar y cumplir con las metas trazadas, a pesar de las derrotas, a pesar de los obstáculos, a pesar de la inquina, del odio y la guerra sucia.
En esta esquina o en la otra. En esta calle, copada con un tapón humano, intransitable, frente a la pantalla o alejada de ella, las aclamaciones estallaban al unísono.
«— “Sí se pudo […]”
«— “Sí se pudo […]”
«— “Sí se pudo […]”
Las emociones estaban a flor de piel, los sentimientos encontrados y la melancolía eran evidentes en un público en éxtasis, arrobado. No eran acarreados. Muchos llegaron desde los rincones más recónditos del país, otros más, del extranjero, clasemedieros o pueblo llano, los que allanaron al Zócalo arribaron por su propio pie, se acercaron desde distintos puntos aledaños a la plaza de la Constitución.
Nadie les ofreció una prebenda, una torta o un embute. Quisieron presenciar de viva voz al líder que les brindó esperanzas. Y, como siempre, desde hace décadas de lucha, cubrieron sus propios gastos. Miles de almas, unidas bajo una misma consigna, un grito, el último.
Una hora antes del grito, la banda MS intentaba levantar los ánimos aturdidos de un público que pernoctaba bajo la incesante lluvia.
En un lapso anterior, la filarmónica Sones Oaxaqueños también deleitó a la concurrencia con interpretaciones de diferentes géneros musicales acordes a la festividad. También las fuerzas armadas hicieron gala de sus dotes artísticos con el mariachi de la Secretaría de la Defensa Nacional y deleitaron a la multitud con música vernácula.
La lluvia no paraba. Nadie se movía. No sólo era difícil, imposible. Un cuerpo se apretujaba con el otro. Algunas vallas mal colocadas querían ceder ante los empujones de quienes querían entrar y la persistencia necia de quienes intentaban salir. Aquí nadie se mueve. La lluvia caía, pertinaz, persistente.
«— “Sólo quiero salir. ¿Me da permiso?
«— Ora, no empujen…
Frente a mí estalla un cuetón que alguien avienta en su terco afán para abrirse paso. Las cosas no pasan a mayores, sólo el susto del momento y un Jesús te ampare.
«— ¿Queeeeé te paaasaa, cáaamaara, carnal? ¿No ves que trae a un niño en brazos?
«— ¡No manoseeen!
«— ¡Para eso son, pero se piiideeen!
«— Óraaaaaale, pues ¿para qué vieeeeenen?
¿Qué haré en caso de que todo esto se salga de control? ¿Qué pasará si se desata una estampida? ¿hacia dónde corro? Miles de ideas atraviesan por la mente y lo conveniente de la decisión de llegar y permanecer ante una muchedumbre que no se podrá contener en una situación límite.
Disfruto el instante. Ya habrá momento para arrepentirse. La lluvia continuaba, terca. El reloj apenas marcaba las 18:00 horas. La lluvia caía, atenta. Nadie se movía.
La multitud terca, cuidaba su espacio, su pedazo de islote que le pertenecía, por ley y por derecho, por permanencia voluntaria. Allende al templo mayor, el pueblo esperaba. Los sones y los bailes típicos regionales se podían apreciar desde las pantallas colocadas exprofeso. Estallaban los aplausos, en espera de la transfiguración, a la espera del grito, el último.
Los ánimos podían estallar en cualquier momento. Gritos, empujones y manoseos son las expresiones más comunes en las concentraciones multitudinarias. Allí, condensados, había miles. Todos encapsulados, pegados, como imanes, unos se repelaban, otros, se atraían.
Así, pasaron de los gritos y empujones a los golpes. Todos defendiendo su propia causa. Allá caía un desmayado, sofocado, imposible el poder respirar mientras la transpiración de la concurrencia despedía el vaho de los cuerpos expuestos.
La plaza de la Constitución estaba inundada, el calzado mojado, un par yace frente a mí, ausente de dueño. Quizá en la emergencia por querer salir, los zapatos fueron abandonados.
La hora marcó las 10:52. La banda MS dejó de tocar, se guardó silencio, sepulcral, casi sagrado. En la pantalla apareció “El mesías”. Aplausos, gritos, vítores, arengas…
«— ¡Sí se pudo!
«— ¡Es un honor …!
«— ¡Presidente! ¡Presidente!
«— “Mexicanas, mexicanos […]”
«— ¡Viva la democracia!
«— ¡Viva la Cuarta Transformación!
«— ¡Viva la justicia!
«— Muera la corrupción!
«— Muera la avaricia!
Y el pueblo, como lo dice Patrick Süskind, en su novela “El perfume”: “Todos querían tocarlo, todos querían tener algo de él, una plumita, un ala, una chispa de su fuego maravilloso”.
Extasiado, el pueblo comulgó a su mesías.
La muchedumbre esperó, paciente, más de 8 horas, de pie, bajo la lluvia. Que aquí nadie se va, nadie se mueve: para contemplar a su líder, a su nahual, por menos de diez minutos y luego abandonar a Tenochtitlan, por Pino Suárez, seguir por 5 de febrero, hasta dar con la plaza de la República.
No puedo explicarlo de otra manera. Una multitud caminando sobre las avenidas aledañas al Zócalo, se desplazaba en silencio, marchaba, triste, melancólico, en silencio…
Como concluye, Süskind: “Cuando por fin se atrevieron, con disimulo al principio y después con total franqueza, tuvieron que sonreír. Estaban extraordinariamente orgullosos. Por primera vez habían hecho algo por amor”.