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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Benjamín M. Ramírez

by Benjamín M. Ramírez
Benjamin

¿Cuándo perdimos la batalla?

Por Benjamín M. Ramírez

18 de octubre de 2021.- El 18 de octubre es un día festivo para mi pueblo: representa la victoria de un puñado de republicanos y nativos sobre un ejército invasor, preparado y bien pertrechado, emplazado en las inmediaciones de la ciudad vecina.

La histórica batalla también se le conoce como la Batalla del Totoapan.

La tradición se confunde con la leyenda. Todos quieren llevarse las palmas por la hazaña del héroe que nos dio identidad y que nos rescató del olvido, de la mansedumbre, de la lejanía y de la ignominia.

No quiero hablar de la historia de mi pueblo, Cosoleacaque, para ello existe una autoridad en la materia, el antropólogo Florentino Cruz Martínez, quien recientemente festejó su onomástico —desde estas líneas le deseo un sinnúmero de parabienes—. Sin duda, sus libros e investigaciones sobre la Batalla del 18 de octubre de 1863 han sacado a mi pueblo del anonimato.

Ignoro cuántas veces recorrí, a pie — con la leña en la espalda— el camino real, el camino viejo hacia Minatitlán, mientras me afanaba en evocar los fantasmas del pasado, intentando, durante todo el trayecto, escarbar la tierra bajo mis pies en la absurda búsqueda de una reliquia de guerra, un jarrón con monedas de oro, que probablemente ninguno de los ejércitos en pugna portaba o el mítico cañón perdido.

Ya durante mi labor periodística intenté desempolvar la iniciativa para desenterrar el cañón, y con ello incitar un nacionalismo somnoliento y darle un sentido histórico a la bala de cañón rescatada en esa histórica batalla; munición  que se utilizaba como tope de la puerta principal de la preparatoria municipal en donde inicié mi trabajo docente hace más de 26 años.

Aún sigo preguntándome si la Batalla del Totoapan no significa para nuestro pueblo un cúmulo de maldiciones de las ánimas que recorren el camino real,  vagando sin rumbo, cuestionando el sino que significó la valentía de unos cuantos naturales sin conocimientos en el arte de la guerra. El arrojo y aplomo de los indígenas fue decisivo para inclinar la balanza y definir la victoria de las fuerzas Republicanas.

Quizá los ancestros no entendían del sistema monárquico que querían imponer los conservadores; ni del republicano, defendido por los nacionalistas. Solamente querían proteger sus sembradíos, sus jacales, la integridad de sus hijas y la vida misma.

No hay historia más verdadera y certera que la inventada, que a la larga son cuestionadas; y que las proezas de los héroes sirven para perpetuar el sistema caciquil que imperaba ya desde tiempos inmemoriales.

Ignoro si Martín llamado “El Lancero” existió. La única certeza de la vida del héroe son los relatos que una anciana me contaba —y que yo escuchaba con curiosidad— sobre la vida de su abuelo que peleó en la barranca del Totoapan. No se lo cuentes a nadie, me suplicaba. Fue una carnicería —sostenía. Cuerpos destazados, arrojados en el fondo del arroyo y los ojos se le inundaban de lágrimas.

Ahí quedaron los muertos, nadie los sepultó. Si vas solo por el camino real aún puedes escuchar sus lamentos —me confiaba. —No te atrevas a caminar de noche por el arroyo.

Cosa curiosa. La casa de la anciana tenía el lujo de ser la única que contaba con agua potable. En tanto que la mayoría de los pobladores tenía que ir a los pozos para abastecerse del vital líquido.

Disfruté de mi pueblo hasta mi adolescencia. Recuerdo con mucha exacerbación los repiques de las campanas de la parroquia llamando a la comunidad a congregarse, para tomar el palacio, para demandar a las autoridades uno u otro beneficio, para exigir la renuncia de la autoridad en turno, para cumplir con las faenas comunitarias, el “tapalehui”: una casa, un difundo o un santo.

También me acostumbré a la represión, a los gases lacrimógenos, a los toletes, al garrote, a correr para ponerse a salvo de la “columna ambulante”, a esperar al choque con la policía, a la huelga. A evitar de manera infructuosa la imposición de autoridades bajo el régimen del caudillismo.

En mi pueblo se moría, incluso hasta por reír.

¿En qué momento perdimos la batalla? ¿Qué hicimos mal para ser sometidos por los vicios, la ignorancia y el servilismo? ¿En qué momento vendimos el valor por unas cuántas monedas y la seguridad por migajas de pan?

Hoy los fantasmas salen a mi encuentro como en aquella ocasión en la que recorrí el viejo camino real acompañado de un viejo amigo, exalcalde de mi pueblo, cuya voz aún resuena en mis noches de vigilia:

«— ¡No permitas que lleguen porque jamás se irán!

«— ¿Los fantasmas? —pregunté…

«— Nunca se van.

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