COSOLEACAQUE: DEL TAPALEHUI AL TEQUIO Y LA BALA QUE MATA O ¡SEÑOR, PRESIDENTE!
Quiero contarte de mi pueblo: de una infancia feliz, de la convivencia entre vecinos, del trabajo comunitario —el Tapalehui— y la fiesta posterior como paga— el Tequio—.
Todos éramos conocidos y coincidíamos todos: en la iglesia, en el parque o el mercado, rumbo a los maizales o al potrero, al estero o a la ciudad. Todos seguros, no había tanta maldad.
Pero llegaron ellos y nos robaron la tranquilidad, la paz, la seguridad… la vida.
Recuerdo que no era necesario solicitar el apoyo de nadie. Al recién casado se le construía su casa: un jacal, pero ya tenía cobijo y resguardo, se le dotaba de los enseres necesarios; a la viuda no se le abandonaba, porque era la tía de todos.
Los huérfanos eran socorridos hasta que llegaban a ser hombres y mujeres de bien. Los enfermos, cuidados hasta que exhalaran el último suspiro, se establecían guardias —normalmente las mujeres estaban cerca del moribundo— en tanto que los varones aguardaban en el patio, prestos para iniciar los trabajos una vez declarado el fallecimiento.
La muerte no llegaba por sorpresa, ni en la calle ni por la espalda, se le esperaba.
El Tapalehui normalmente se celebraba en domingo para que todos estuvieran dispuestos para ayudar. También era Tapalehui el día de la siembra, la cosecha o el desmonte, el ir por la leña para la celebración de un funeral, de una boda o de un bautizo, la apertura de un camino o la limpieza del mismo, sin dejar a un lado, las festividades religiosas. Nadie estaba solo.
Y luego el Tequio.
Los que tenían las posibilidades brindaban un caldo de res con abundantes verduras. Los hombres sólo tomaban el caldo. Las verduras y el pedazo de carne se guardaban como “itacate o itacatl”, “tapashca”, —el lonche— y se llevaba a la casa. Los más pobres ofrecían frijoles cocidos y arroz blanco, con chiles en rajas: cuestión de presupuesto.
Batiendo lodo, acarreando palmas, varas, caña, agua o leña: niño, joven, adulto o anciano siempre tenían algo qué hacer. No había oportunidad para la ociosidad.
No sólo se colaboraba con la mano de obra. Quienes por alguna razón no podían “echar la mano” mandaban una dotación de víveres que serían utilizados para el trabajo comunitario o el Tequio. O pagaban a un peón para que realizara el trabajo. No podías llegar de visita con las manos vacías, incluso en el Tapalehui.
Todos llevaban las cuentas de los favores recibidos: era una economía muy simple, dar y recibir.
¿Cuándo dejamos que la tranquilidad, la paz, la armonía y el trabajo comunitario se desvanecieran en aras del progreso?
¿Hasta cuándo la pasividad de propios y extraños será la cuota obligada a pagar con la vida?
¿Hasta cuándo, quienes prometieron velar por la seguridad y la tranquilidad, se harán responsables y dejarán de dar discursos vacíos?
¿Hasta cuándo los cristianos y buenos ciudadanos vivirán en la zozobra, enajenados por la ola de violencia; temerosos y aterrados —esperando el día que les toque— con el Jesús en la boca?
En mi pueblo llegará el día y no habrá quien llore.
Es cierto: pedir por la conversión y arrepentimiento de quienes hacen daño, pero también exigir justicia y el compromiso de quienes tienen la responsabilidad en sus manos.
A las autoridades, municipales, estatales y al presidente Andrés Manuel López Obrador: no permitan que se destruya la esperanza, por cobardía, por la fuerza de las balas.
Aún más: este pueblo adolorido necesita pastores, que alcen la voz, que den la vida por su rebaño. Necesitamos obispos como Monseñor Romero. Capaces de levantar la voz por los sin voz, por los que ya les arrebataron la esperanza, los sueños, la fe… Pastores como el P. Rutilio Grande.
Estoy seguro que Dios no puede ser ajeno a nuestros ruegos, a nuestras plegarias, a nuestras exigencias de vivir mejor.
Parafraseando a Huarichi: ¿Cuántos Gólgotas se necesitan para vivir en paz?
Elevo mi plegaria como el salmista: “¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo sentiré angustia en mi alma y tristeza en mi corazón, día tras día? ¿Hasta cuándo mi enemigo triunfará a costa mía? ¡Señor, Dios mío, mírame y respóndeme! Ilumina mis ojos para que no me duerma con los muertos, […].
Concluyo parafraseando a Monseñor Romero: “Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré con mi pueblo”.
Candidatos: ¿Cómo le mentirán a mi pueblo?
La sangre de Abel clama desde el cielo…