DE LA PARADOJA Y DISYUNTIVA PRESIDENCIAL A LA REVUELTA ESTUDIANTIL EN CHILE.
Ya nadie respeta al presidente. Nadie tiene el control, el ejército está en las calles, las protestas se incrementan, el costo de vida se hace insostenible, creando de suyo las condiciones sine qua non para dar paso a la represión, a la tortura, a las detenciones arbitrarias. En suma, a un Estado de sitio.
Sucede en Chile.
Sucedió en Quito.
Los presidentes latinoamericanos no la han tenido fácil en los últimos días: en Ecuador, los pueblos originarios pusieron en jaque a las fuerzas de seguridad y obligaron al presidente a sentarse a negociar y aceptar y acatar las demandas de los inconformes.
En Chile, las cosas están que arden. Se repite la historia en ese país con la revuelta estudiantil acaecida en el 2006, encabezada por Camila Vallejo.
Los estudiantes, las revueltas y la reacción del gobierno han provocado un estado caótico en el que se dejan entrever las profundas desigualdades enraizadas durante décadas. Los chilenos han salido a las calles, han quemado instalaciones públicas y han demandado la dimisión del presidente.
Las cosas no pintan bien en el país sudamericano propuesto como el éxito neoliberal del momento. El ejemplo del ganar-ganar. El contraargumento hacia la derecha se difiere en el descontento social, en las manifestaciones y en el recrudecimiento del conflicto que amenaza con escalar en proporciones de gran magnitud.
Los manifestantes inconformes han quemado y saqueado las tiendas emblemas del capitalismo.
En Chile, debe permear la prudencia y la capacidad de diálogo, así como en Ecuador. Pero tal parece que Piñera no ha calculado la dimensión ni el impacto de su declaración de guerra en contra del pueblo al que ha etiquetado, a partir de las protestas que se exacerban conforme transcurren las horas, como delincuentes. Y el pueblo contenido en las falsas expectativas del capitalismo burdo y absurdo se ha manifestado, ha delinquido, ha saqueado, se ha levantado.
El gobierno, encabezado por el presidente, ha desenterrado el hacha de guerra en contra de los manifestantes y el hartazgo de la población por el alto costo de vida, por las condiciones sociales precarias, de los abusos cometidos en las prácticas de la clase alta y las pensiones irrisorias.
El pueblo se ha levantado y ha proclamado su grito de guerra: ¡Chile despertó!
Los movimientos desencadenados por la pugna en la intención gubernamental por continuar con las políticas neoliberales contravienen a lo esperado por el gobierno ante la sumisión y la desesperanza de los pueblos sojuzgados y olvidados, principalmente los sectores más desfavorecidos, que han visto en la revuelta la oportunidad propicia para demostrar su inconformidad y, al mismo tiempo, un desafío al establishment.
Lo cierto es que Chile y Ecuador son sólo la muestra de que se debe pensar y ejecutar un viraje de timón en un resquicio de oportunidad para solventar y paliar las grandes brechas de desigualdad en una sociedad cansada por lo establecido como la “normalidad” en los avatares de la política, de la economía y lo social.
En México, muchas voces “especializadas” han levantado la voz en un dejo de inconformidad y de oportunismo, a costa de quienes vieron truncada su existencia, y apelan a un derramamiento de sangre, cual dioses aztecas enojados, que claman por los sacrificios de culpables e inocentes.
Y ahora, el presidente de la República, enfrenta el reclamo del establishment, frente a un problema que es evidente desde hace muchas décadas: que simplemente existe una connivencia, un pacto, una complicidad, entre delincuencia y gobierno.
Que a nadie asuste o moleste lo anterior. Hasta existe una sectorización industrializada del delito, tal como lo denuncia la película “Todo el poder” o el primer capítulo de la serie Rotten, producida por Netflix, denuncia cruda y dura de que todo se sabe, pero que dejamos de ver para no salir lastimados.
Cerramos los ojos, no por miedo ni por conveniencia, volvemos la vista hacia otro lado porque muy en el fondo existe la creencia de que nada ni nadie puede cambiar lo que persiste, la cultura de la muerte, de la corrupción y del sometimiento.
Y más, cuando el combate a la corrupción, el de barrer las escaleras de arriba hacia abajo, sólo ha quedado en el discurso de un hombre que, –al parecer–, se ha quedado solo, porque las únicas voces que se escuchan son las de aquellos que le han apostado al fracaso de su política, incapaces de comprender de que el único camino que hará posible el cambio, es el del compromiso y el de asumir el papel histórico que nos corresponde.
O hacemos lo anterior o continuaremos respirando el aroma a narcóticos que permean el ambiente, toxicómanos sociales, embrutecidos y permeados, de algún modo, por la ola de corrupción que todo lo carcome, lo transforma y lo somete.
La fuerza del Estado, no radica en el gobierno y sus instituciones malheridas, malqueridas y corruptibles, ni en la extensión de su territorio ni en lo letal de su artillería, sino en las acciones concretas y del compromiso de sus ciudadanos que se exigen a sí mismo, y a los más cercanos, a crear y pugnar por una cultura de la paz.
En caso contrario, tal como lo dispuso el Pobre de Nazareth: “[…] y el que no tenga una espada, venda su manto y que se compre una” [Lc 22, 36].
Gansteriles: muy mal se vieron los alcaldes rojos y azules en su exigencia legítima de solicitar un incremento al presupuesto, con maniobras ilegítimas y oportunistas para aprovechar la inconformidad del respetable para exacerbar más el caldo primitivo de la corrupción.